Lunes 12 de septiembre del 2011
Lunes por la mañana y el frío calaba en todos lados, dentro de las camas, bajo las ropas, a través de cada uno de los poros de aquellos individuos que habían cortado de tajo las realidades onírico-alternas en las que se encontraban inconscientemente inmersos. Rafael no era la excepción, un joven lobo de mar condecorado ya con título de doctor, el cual vivía, o mejor dicho sobrevivía de sus palabras, al igual que de instruir a otros para seguir su camino. A su corta edad ya se había condenado al matrimonio, hasta donde todos sabían por decisión propia y contaba con una familia en toda la extensión de la palabra, una escuincla en pleno auge punzador que comenzaba a fumar a escondidas y pensaba que dos birrias eran más que suficientes para ponerse ebria, una esposa hermosa casi tan joven como él, de aquellas que trabajaban, consentían, hacían de comer y cogían todos los días como si fuera el primero y el último.
Otro lunes, otro inicio de semana, Rafael después de escapar de aquellas deliciosas sabanas, se alistaba con pantalón de mezclilla, zapatos cómodos, camisa a cuadros y un coqueto saco para no perder el caché. Mientras impregnaba su cuello y mejillas con loción, al tiempo que apretaba la mandíbula y soportaba el ardor de haberse delineado la barba unos segundos atrás, daba a su hija la segunda llamada para ponerse guapa, alistar sus chivas, llenar la tripa, limpiar la buchaca y arranarse en el auto a esperar ser llevada a la escuela. Tercera llamada y ya pasaban de las 6:42, su amada mujer había salido al trabajo hace ya varios minutos y Rafael se prensaba del claxon tratando de apresurar los pasos de su retoña, aún así contaba con tiempo pues previniendo tales situaciones ya había acordado empezar su clase a las 7:15, 7:20 a más tardar. Cantaban las siete en punto en la radio cuando la nena se encontraba justo en la puerta de la escuela, después de un beso y un “nos vemos al rato”. Algo menos de que preocuparse, ya iba tarde como diario pero aún podía llegar, solo era cuestión de meterle pata y no toparse detrás de alguien con plomo en las nalgas.
Bastaron cuatro cuadras y una parada en el semáforo para desviar a Rafael de su objetivo, su celular vibró, tal vez algún alumno que agonizaba en la helada mañana preguntando por su mentor, pero no fue así, el número era conocido, su mujer, pero la voz que preguntaba por él no era ella, era otro “él”, algo sucedió, algo grave, algo andaba mal si ella no era quien llamaba de su celular, o quizás era ella confesando tener un amante. Rafael recibió un informe general de la situación e instrucciones sencillas de cómo llegar, un accidente de auto y el punto de cruce de dos calles, era en lo único que pensaba, sus prioridades habían cambiado.
Llegó tan rápido como su motor, autos, transeúntes y semáforos se lo permitieron, bajó de su auto para encontrarse con un mar de gente, los cuales no engañaban a nadie, morbosos e hipócritas, daban asco. Mientras se abría paso entre la multitud, sentía agua helada recorrer su espina, sus manos sudaban sus ojos comenzaban a caldearse en lágrimas, no sabía que esperar, no sabía si quería mirar, solo deseaba tomar a su mujer entre sus brazos y decirle que todo estaría bien. Las palabras de asombro, tristeza y asco de la multitud se habían convertido en murmullos afilados que cercenaban sus oídos. Finalmente lanzó con violencia al último sujeto que se interponía en su camino y entonces, el telón de aquella grotesca obra se abrió frente a sus ojos, los murmullos parecían silenciarse, el tiempo y el espacio se congelaron, la confesión de un amante hubiera sido preferible.
Nada que hubiera concebido o escrito podía compararse con aquella escena, era como si un trol gigante hubiera usado un Chevy 2006 para apuñalar a su esposa una y otra vez contra el suelo hasta que dejara de sentir el brazo, no había forma de diferenciar donde terminaba aquel auto, donde comenzaba el cuerpo de su mujer y viceversa. Rafael no pudo abrazarla para decirle que todo estaría bien, no se movía, nadie lo hacía. 7:58 ya era tarde, incluso para él, sus alumnos lo maldecían de todas las formas conocidas y por conocer, por condenarlos a la helada intemperie, de todas formas no importaba, las prioridades de Rafael habían cambiado.
Ya no tenía prioridades.
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