Quien vio sus muros derribarse, la esencia de un ideal esfumarse, fue aquel padre que sintió el canal de un arma como una mirada penetrante en su nuca, en su frente, en sus sienes, en todo su bendito y asqueroso cuerpo puerco. Pero no hubo orden alguna, él mismo deslizó su huella digital en aquel cuarto menguante de metal. No hubo eco, solo un seco estruendo y una bolsa de 73 kilos de porquería desvaneciéndose en el suelo.
Se dice que pudo oír el nombre de aquellos que escuchan el sonido del viento.
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